sábado, 27 de diciembre de 2014

A veces debajo de los adoquines, sí está la playa.


Ya que estamos en unas fechas donde después de todo nos gusta hacer balance y parece que las redes sociales nos empujan a reconocer y por otro lado a identificar los más destacados #momentazos, quiero compartir mi #momentazo 2014.

Busco un momento, uno y no más, después de un año convulso, en el que la profesión ha sufrido vaivenes de aciertos y desaciertos, de identidad y visibilidad cuestionada, de manifestaciones y cuestionamientos, de deseos de crecer ordenadamente, con una META clara, con afán de significarse por su incuestionable papel en la Salud Global. En un año donde más que nunca y acompañados de líderes mundiales reclamamos espacio, representación digna y un cambio, cambio y giro.

Hago un repaso mental de este año donde han sido varios los momentos compartidos, logros, aciertos, errores, soledades y acompañamientos destacables, pero tengo claro que mi deseo es destacar aquello que es capaz de transportarte y hacerte viajar a lo profundo de tu ser, de tu cimiento, allá donde fundes todas las vivencias definidas a golpe de cincel, de experiencias, de conocimiento, de relaciones, las buenas y las que te enseñan cada día. En definitiva, un momento trascendente.

Paseaba por el borde de la playa, en un día fantástico de sol y luz, unos días de descanso bien merecidos, al menos para mi salud. Descanso, llamo yo, por interrumpir la rutina, confieso que entre paseo y paseo, asistía a una de mis aficiones favoritas y me reservaba tiempo de estudio.

El paseo era largo y la necesidad de aprovechar la luz, el calor reparador, una oportunidad. Al final, una terraza a pie de arena cerca de un espigón que se adentraba en el mar insinuante y fronterizo, un reflejo de sol en un mar de calma chicha, una foto y otra tratando de contener el momento.
Cuando Fer llegó encontró que el sitio era ideal para relajarse, aprovechar la calidez y compartir momentos de tranquilidad y sosiego.

Casi solos, salvo un par de parejas extranjeras que nos acompañaban dispersos, quizás disfrutando de las mismas sensaciones, asistimos al comienzo de un desfile de chicos jóvenes de color cargados de productos de venta ambulante.   
Pasó uno…pasó otro, ofrecían sus productos, pasó otro más…
Uno más y aproximándose con paso quizás decidido, sonrió y mostró su mercancía, su capacidad comunicativa era alta y por ello, insistía amablemente y sin presión, por lo que respondimos.
De cuclillas, sonreía y entonces le pregunté: -¿De dónde eres?,   y él contestó que de Sudán, -¿Cuántos años tienes?-, el respondió, -29-, -¿cuánto hace que llegaste?-, -hace tres que vine a España-, a partir de ahí, los tres estábamos inmersos en un proceso de comunicación, había mucha empatía y una necesidad de explorar el lado humano de un muchacho probablemente con experiencias ya terribles en su vida.
El momento lo requería y fue inevitable, -¿Llegaste en patera?, -No, no, yo hice viaje a través de gran rio, seguí su curso y crucé hasta Mauritania y de ahí a Canarias-.
Ahí lo interceptaron y lo devolvieron, pero en un segundo intento consiguió entrar y luego llegar hasta la zona actual, sur de España. Su descripción era imprecisa como que quisiera pasar por alto y sin detenerse, pero sin dejar de sonreír. Me interesé por su seguridad, por si estaba bien, si vivía bien (en el sentido literal y no como lo entenderíamos nosotros, estado de bienestar).                                                                                                                                                     Fer entabló con él una conversación paralela en francés y ahí me pareció que se sintió más cómodo, se identificó como médico para hacerle entender que llegaban a su consulta personas, compañeros de experiencias y situaciones de vida como la suya y que por ello conocía bien sus vivencias, sus sufrimientos y sus expectativas, él hizo un gesto de reconocimiento  y la comunicación pasó a ser una conversación distendida, cálida, integradora, en verdad, humana.
Sentí la necesidad de preguntarle si tenía contacto con su familia o la echaba de menos y cuánto hacía que no les veía, su cara reflejaba reposo al contestar. Hacía tiempo que no les veía pero hablaba con ellos por teléfono y enviaba dinero en cuanto podía -yo estoy bien, mejor que allí, guerra, hambre, estoy bien-, insistía. Y siguió en francés, dirigiéndose creo que bajo la sensación extraña de sentirse amparado y protegido por alguien que acababa de contarle que su dedicación, en el día a día es tratar con personas como él. Personas ahora residentes en un antiguo hospital, convertido en centro de acogida y -en el que ella trabajó hace mucho tiempo- dijo Fer, refiriéndose a mi.
-¿Ella trabaja?-,preguntó, -si, y trabaja mucho- contestó Fer, -todos los días, llega muy tarde a casa-. El se revolvió e intentó extrañado entender pero sobretodo, preguntó en francés porqué, yo era mujer y no debía de trabajar tanto.
Yo seguía inmersa en la inquietud de explorar y pregunté si era feliz y si tenía contacto familiar, ese fue el comienzo del desplome, cuando en un retomar la huida de su país, abatido, se detuvo para contarnos como perdió a su mejor amigo, del que no se había separado desde los siete años, -nunca-, insistió, e inclinando la cabeza, trazó un silencio…levantó la cabeza y su rostro era triste, -murió, balbuceó, - murió por falta de medicinas-.
Explicó su relación de amistad y pérdida durante ese largo viaje, inclinado  hacia al suelo, en cuclillas, cabizbajo, mientras yo trataba de animarle tocando su hombro. Ahora cuando llamaba a su familia, llamaba también a la madre de su amigo porque él ahora es su hijo… y mientras trataba de animarle en su hombro, no pude evitar conmocionarme y una lágrima se me escapó y seguida otra…, por tan triste estampa, por tan dura historia cargada de emoción.
Levantó su cabeza y en ese momento Fer, visiblemente afectado, esbozó una sonrisa y le dijo -ella te entiende porque es enfermera- y al ver mis lágrimas comenzó a llorar, sus lágrimas eran mías, y ese fue el momento en el que el muchacho me miró y cayó desplomado de rodillas ante mí y hundido en un largo sollozo apoyó un brazo largo en mi hombro. Le sentí rendido, desahogado y como si alguien hubiera pronunciado una palabra mágica. De sentada tendí mis brazos y le abracé en ánimo de expresar comprensión y trasmitir fuerza. Fue un rato amargo y duro.
Pidió entonces disculpas, una y otra vez, y de nuevo irguiéndose se dirigió a Fer, en un ágil francés, un idioma de aceptación y vínculo sin duda para ambos.
Fue tremendo, brutal, la carga emocional que llegamos a sentir, tres personas en medio de varios kilómetros de playa, podría haber sido en un desierto, en un poblado, en la avenida principal…no hubiera cambiado nada, el respeto era mutuo y la aceptación también.                    
Esa conexión estrecha con la diversidad, las dificultades, las culturas de alto contexto hizo que los mensajes no fueran necesariamente verbales.                                                                                                                                                        
Cuando se repuso de la situación, se levantó y de nuevo pidió disculpas, a mí, a Fer por si pudiera haberme molestado y limpiándose las lágrimas, hundido en el dolor, recogió sus cosas, colocó su gorra y fue recomponiendo la postura  para alejarse poco a poco entre sollozos renovados.
He de confesar que pasó un rato largo antes de que pudiéramos articular palabra de nuevo, me sentí ahogada y traspuesta. Una increíble y común historia de un inmigrante, para un éxodo al que estamos acostumbrados y sin embargo eso mismo fue capaz de tocarnos la fibra más oculta en una circunstancia exenta de motivaciones profesionales.

Y una reflexión: un año de avatares profesionales, de crisis de identidad y reconocimiento, de una campaña de despertar para la visibilidad en circunstancias de pleno derecho (me niego a expresarlo así, no somos invisibles y sin embargo...) y es ahí, en un entorno de descanso, lejos de casa y del trabajo, desde la apacible terraza de un día de sol y luz, donde una persona, de otro mundo, con necesidades básicas cubiertas a golpe de sonrisa y paseo, a merced de la generosidad o materialismo de los humanos, dependiendo… es capaz de mostrar respeto y reconocimiento a la profesión enfermera.

Me sentí honesta y honrada, fuerte y reconocida, pero sobretodo sentí ser respetada, recordé a Judith Shamian en su conferencia de clausura en su reciente visita (Nov. Vitoria), el valor de las enfermeras, el significado del impacto en salud de nuestras intervenciones, del conocimiento necesario para estar y decidir en las políticas de sanidad.       ,

Y en estos días acompañada por Doris Grinspun, a propósito de la suma en liderazgo, valores y coraje y hacia un profesionalismo convincente quería resaltar este momento, para que lo importante en esta ocasión no nos aleje de lo trascendental.
Por ello mi momento del año fue una huella en la arena de una playa, una afirmación, -ella es enfermera…-  y un signo de respeto y reconocimiento tras una conversación terapéutica.